martes, 28 de febrero de 2012

La sirenita (The Little Mermaid, 1989)



A finales de la década de los ochenta, la factoría Disney había relegado parte de la producción a su filial Silver Screen Partners para sacar adelante, junto a la Touchstone Pictures, varios films de imagen real y alguno de animación. Aún así se confirmaba, tras el fracaso de Oliver y su pandilla (1988), que la época dorada de la productora quedaba muy lejos. Disney perdía sofisticación, parte de su magia y sobre todo la capacidad de sorprender al público. En ese panorama, decidieron entregar un proyecto bastante ambicioso al productor y letrista Howard Ashman y el compositor Alan Menken, una adaptación del relato La pequeña Sirena de Hans Christian Andersen. El tándem había demostrado sobradamente su talento en Broadway y películas como La pequeña tienda de los horrores (1986) de Frak Oz.


Como era de prever, ambos se involucraron de lleno en un proyecto que les entusiasmaba. Howard Ashman se aplicó en labores de producción, guión (diálogos adicionales) y rediseñó todo el proyecto (rehaciendo sus directores John Musker y Ron Clements los storyboards), ya que en un principio no se había ideado como musical. La intención de estos artistas era la de renovar el concepto clásico que sobre los “cuentos de hadas” había proporcionado tantas alegrías a la Disney allá por los cincuenta. Huelga decir que no solo lo consiguieron, dejando boquiabiertos a público y crítica, sino que dieron el pistoletazo de salida a una nueva época dorada, tanto para la Disney como para el cine de animación en general.


Estamos ante una historia ágil, que desde el principio, con la canción coral de los marineros y la presentación del príncipe en un sugerente prólogo, nos embarca en un maravilloso viaje a las profundidades. Un lugar donde fastuosas celebraciones de la corte no despiertan el interés de la principal protagonista, Ariel, hija del Rey Tritón (primera heroína sensual e independiente de la Disney). La joven, con la complicidad de sus amigos, el pez Flounder y la gaviota Scuttle, vive fascinada por el mundo de los humanos, llegando incluso a enamorarse perdidamente de uno de ellos. Únicamente la bruja Úrsula la ayudará en semejante conquista, aunque sea para aprovecharse de ella y alcanzar sus ambiciosos objetivos. Como puede apreciarse, se trata una historia muy básica, deudora de la estructura empleada en films como Blancanieves (1938) o La Bella durmiente (1959), pero consigue adaptarse a los nuevos tiempos relatándose con fluidez, sutil insinuación y grandes dosis de humor.



Otra cosa es hablar de su planteamiento visual. Técnicamente es perfecta y mezcla con facilidad pasmosa todo tipo de tendencias, siempre bajo el canon clásico de la productora. Secuencias de acción de brillante montaje como la del ataque del tiburón (calcada años más tarde en Buscando a Nemo) se alternan con vistosos y coloridos números musicales, siempre estructurados según los personajes. Las canciones son increíbles, desde la antológica coreografía Under the Sea del cínico Sebastián (responsable del posterior y más romántico Kiss the Girl) el espectador espera cualquier cosa. La tétrica canción Poor Unfortunate Souls de Úrsula, la íntima melodía Part of Your World de Ariel (estructurada en tres partes según fases del enamoramiento) o los temas corales del prólogo y el epílogo (marca de la casa) están donde deben estar, donde no sobran ni faltan canciones.


Las secuencias se cierran con fuerza dramática, marcando giros y matizando la psicología de sus personajes, nada esquemáticos. El mismo Sebastián pasa de ser un chivato estirado a apoyar la causa de Ariel, entendiendo sus deseos de una vida mejor. La mala es única, irrepetible, a la altura de Maléfica (La Bella Durmiente) o Cruella de Vil (101 Dálmatas), más parecida a una "reinona" decadente y envidiosa que clama al cielo por recuperar la fama perdida (habla de su vuelta a palacio), siempre manipulando a sus ingenuas víctimas. La estructura narrativa es impecable, el guión se balancea con sofisticación entre elementos de la comedia absurda (entiéndanse los delirios de la gaviota), el slapstick (Sebastián entreteniendo a los pequeños durante las canciones y su enfrentamiento con un cocinero) y la comedia romántica, respetuosa con la inteligencia del público y el material original (jugando sutilmente con la insulsa "ceguera" del personaje masculino).


Mucho más se podrá decir sobre esta obra maestra de la década de los ochenta, que impulsó una nueva forma de entender en cine familiar. Cuestión de tiempo que su artífice Howard Ashman, gracias a una verdadera aportación económica de la Disney, nos regalara su "canto del cisne". El siguiente capítulo de esta historia, dos años más tarde, alcanzó dimensiones épicas con el estreno de La Bella y la Bestia (1991), pero esa es otra historia. Probablemente más compleja, elaborada y ambiciosa, pero nunca tan inesperada y fresca como esta pequeña película.

domingo, 26 de febrero de 2012

Mickey, Bongo y las judías mágicas (Fun and Fancy Free, 1947)




Durante la Segunda Guerra Mundial pudo la factoría Disney salir adelante. Un contrato firmado con las fuerzas armadas de EEUU le permitía producir cortometrajes de corte propagandístico, aunque frustró sus intenciones de crear otro tipo de producciones. Prácticamente requisada su plantilla y metida de lleno en ese formato se pudieron desarrollar algunas ideas, inicialmente ideadas como largos, pero nada definitivo hasta que finalizara el conflicto bélico. Cuando esto sucedió pudieron sacar adelante algunos films denominados "películas-paquete" que recopilaban estos proyectos inconclusos. Así pudieron estrenar films como Make Mine Music (Música Maestro, 1946) y la que nos ocupa, estrenada en 1947 bajo el título Las aventuras de Mickey, Bongo y las judías mágicas (Fun and Fancy Free), también llamada en América Latina Diversión y Fantasía.


La estructura es muy sencilla, con un único personaje como nexo de unión entre dos historias de corte muy diferente. El maestro de ceremonias, personaje ya conocido, es Pepito Grillo (Jimini Cricket). Con la voz de un famoso showman de la época, Cliff Edwards, inicia un paseo al son del tema que da nombre a la película y allana una morada para alimentar las esperanzas de dos muñecos inanimados pero con semblante triste. De ahí que éste decida sacar de su envoltorio un disco de Dinah Shore (popular cantante, también en nómina), grabación del material previo destinado a la primera historia, la del pequeño osezno Bongo. En ella se nos habla de un personaje encerrado en una jaula de oro, estrella de un número circense que ansía vivir en plena naturaleza. La instintiva llamada motivará su fuga a un medio desconocido, maravilloso pero repleto de peligros y necesidades. Hasta ahí todo bien, a excepción de un interminable número musical en el que la acción se estanca por completo. Este bache supera con la aparición de LuLuBelle, de la que se enamora perdidamente el protagonista (con irónica y brillante plasmación visual en rosa), por la que decidirá enfrentarse a convencionalismos sociales y la dura competencia de un oso brabucón y violento. Un mediometraje realmente exquisito, pero afectado por una visión musical excesivamente contemplativa que estropea lo que podría haber sido una completa obra maestra, principalmete por la brillante plasmación en el  papel del oso Bongo.


La segunda parte comienza en el momento en que Pepito decide asistir a una fiesta muy particular, fundiéndose el personaje con una secuencia de imagen real. En ella, un ventrílocuo cincuentón, acompañado de dos marionetas hiperrealistas (Charlie y Mortimer, personajes de algún que otro corto de la productora) celebran el cumpleaños de una niña, la pequeña Luana Patten de La canción del Sur (1946), sin compañía de padres ni amigos ¿os imagináis mayor pesadilla? En aquella época podría despertar mucho interés el ventrilocuo Edgar Bergen (padre de Candice Bergen) y sus muñecos, pero pasados los años la secuencia se nos antoja algo sórdida, poco fluida y más acorde con la narrativa televisiva. No obstante, eso deja de preocuparnos en cuanto dan pie a la segunda historia, la impecable joya animada Mickey y la judías mágicas. En dos ocasiones se había enfrentado Mickey Mouse al gigante (en anteriores cortometrajes), pero el obsesivo perfeccionismo de Walt Disney alcanzaba su objetivo en esta ocasión. Gracias a este mediometraje los principales personajes de la factoría, Mickey Mouse, Donald y Goofy, pudieron protagonizar su primer largometraje (exceptuando la intervención de Mickey en Fantasía de 1940). La narrativa sería perfecta si no fuera por las continuas interrupciones de las dichosas marionetas, que aunque con cierta ironía, lastran el potencial de la historia. De ahí que, precisamente años más tarde se remontara este magistral trabajo en formato cortometraje con la narración animada de Ludwing Von Drake (Ludwing Von Pato), personaje presente a día de hoy en el programa televisivo La casa de Mickey Mouse y que se acompaña del grillo Herman, permitiendo a los animadores aprovechar las tomas ideadas para Pepito décadas atrás. Eso sí, sin las molestas interrupciones y compartiendo el final de la película, en el que el gigante Willy irrumpe en la casa antes de pasearse por medio Hollywood.


Esta "película-paquete", algo irregular pero justificadamente valorada, permitió a Walt Disney reciclar trabajos desechados durante la guerra y centrarse en proyectos más ambiciosos como La Cenicienta (1950), que años más tarde les permitió triunfar en la taquilla y recuperar el reconocimiento artístico y técnico necesario para emprender la década más fructífera y brillante de su historia.



miércoles, 15 de febrero de 2012

La Cenicienta (Cinderella, 1950)



A finales de los cuarenta, Walt Disney estaba al borde de la quiebra. No había tenido un verdadero éxito desde el estreno de Blancanieves (1937), primer largometraje animado de Hollywood. La taquilla generada por Dumbo (1941) o Bambi (1942), sólo venía a saldar deudas adquiridas en ambiciosos “pinchazos” como Pinocho (1940) y Fantasía (1940). Durante ese período había subsistido gracias a los encargos propagandísticos del ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial, al apoyo por la iniciativa de buena voluntad con América Latina del presidente Roosevelt conformada por Saludos Amigos (1942) y Los tres caballeros (1944), y finalmente, con el estreno de películas que recopilaban cortometrajes como Música Maestro (1946) y Tiempo de melodía (1948).


Si querían salir adelante debían dar “el todo por el todo” y jugársela a una sola carta con un proyecto ambicioso, esperando que arrasara en taquilla y les devolviera cierta solidez económica. Por todo ello inauguraron una nueva década y nueva etapa con La Cenicienta (1950), impulsados por su merecido éxito de público y crítica. Tal fue el reconocimiento, que llegaron a ganar premios especiales en importantes Festivales de Cine como Venecia y Berlín, casi nada. Y eso que la fórmula era bien sencilla, buscaron fusionar la animación realista de Blancanieves, nacida de los cuentos clásicos, con el divertimento cómico y familiar de sus cortometrajes, principalmente de las Silly Simphonies (Sinfonías Tontas). De esa manera, idearon dos líneas narrativas que se entrecruzaban, la relación de Cenicienta con su familia y la de los animales de la casa con el manipulador gato Lucifer. Dos formas de entender la animación que confluyen en un final mítico, plagado de suspense, que cierra un elemento común, el triunfo de los débiles frente al avasallamiento, siempre con autodeterminación y sacrificio.


El público se sorprendió por la sofisticación de su heroína, bondadosa pero decidida. Un personaje con criterio propio que sarcásticamente llama “Ruiseñor” a una de sus hermanas. El eclecticismo de la propuesta mezclaba el Slapstick en las secuencias de los animales, la sátira en el palacio real y el drama vivido por Cenicienta, que alcanza su clímax cuando sus hermanas le arrancan el vestido. La madrastra, como todos los personajes malvados del Disney clásico, es todo un prodigio de diseño. Su expresividad alerta en todo momento e intimida al espectador, como cuando decide encerrar a su hijastra para que no se pruebe el zapato de cristal. A ella le debemos las pocas muestras de expresionismo que salpican una narración que por el contrario no teme jugar con metáforas visuales como la de las pompas de jabón que multiplican la imagen de su protagonista. El punto optimista, anticipado para evitar que nazca el desencanto en los más pequeños, lo pone un hada madrina algo despistada que da pié a la secuencia más poética y romántica de la película, la del baile. Impagable la entrada de Cenicienta, ante la atónita mirada del príncipe y sus soldados, mientras el Duque de manera cínica pone en tela de juicio la existencia del amor romántico.


La cenicienta era la película favorita de Walt Disney por muchos motivos. En ella trabajaron las vacas sagradas de la productora, los llamados “nueve genios” de Disney, formados en diferentes escuelas, que representaban pasado y futuro de la factoría. Era la primera vez que sacaban al mercado discográfico una de sus bandas sonoras, en este caso ideada para tal fin y figurando en el número uno de las listas. Además, pudo fusionar las dos vertientes del cine de animación de la época cumpliendo el sueño del productor, despertar la risa y experimentar con la imagen mientras se aporta credibilidad intelectual al producto final. Todo ello con la inevitable traslación de su principal obsesión, la transformación. Su creador, de orígen humilde, sabía lo que supone alcanzar la grandeza con perseverancia y grandes dosis de creatividad , como sus personajes. Es así como consiguió dar con la fórmula idónea, aquella que convierte los sueños en realidad.

La Pandilla (Newsies, 1992)

Allá por 1992 la intocable factoría Disney estrena su producción "La Pandilla" metiéndose un batacazo a la altura del mismísimo &q...