miércoles, 15 de febrero de 2012

La Cenicienta (Cinderella, 1950)



A finales de los cuarenta, Walt Disney estaba al borde de la quiebra. No había tenido un verdadero éxito desde el estreno de Blancanieves (1937), primer largometraje animado de Hollywood. La taquilla generada por Dumbo (1941) o Bambi (1942), sólo venía a saldar deudas adquiridas en ambiciosos “pinchazos” como Pinocho (1940) y Fantasía (1940). Durante ese período había subsistido gracias a los encargos propagandísticos del ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial, al apoyo por la iniciativa de buena voluntad con América Latina del presidente Roosevelt conformada por Saludos Amigos (1942) y Los tres caballeros (1944), y finalmente, con el estreno de películas que recopilaban cortometrajes como Música Maestro (1946) y Tiempo de melodía (1948).


Si querían salir adelante debían dar “el todo por el todo” y jugársela a una sola carta con un proyecto ambicioso, esperando que arrasara en taquilla y les devolviera cierta solidez económica. Por todo ello inauguraron una nueva década y nueva etapa con La Cenicienta (1950), impulsados por su merecido éxito de público y crítica. Tal fue el reconocimiento, que llegaron a ganar premios especiales en importantes Festivales de Cine como Venecia y Berlín, casi nada. Y eso que la fórmula era bien sencilla, buscaron fusionar la animación realista de Blancanieves, nacida de los cuentos clásicos, con el divertimento cómico y familiar de sus cortometrajes, principalmente de las Silly Simphonies (Sinfonías Tontas). De esa manera, idearon dos líneas narrativas que se entrecruzaban, la relación de Cenicienta con su familia y la de los animales de la casa con el manipulador gato Lucifer. Dos formas de entender la animación que confluyen en un final mítico, plagado de suspense, que cierra un elemento común, el triunfo de los débiles frente al avasallamiento, siempre con autodeterminación y sacrificio.


El público se sorprendió por la sofisticación de su heroína, bondadosa pero decidida. Un personaje con criterio propio que sarcásticamente llama “Ruiseñor” a una de sus hermanas. El eclecticismo de la propuesta mezclaba el Slapstick en las secuencias de los animales, la sátira en el palacio real y el drama vivido por Cenicienta, que alcanza su clímax cuando sus hermanas le arrancan el vestido. La madrastra, como todos los personajes malvados del Disney clásico, es todo un prodigio de diseño. Su expresividad alerta en todo momento e intimida al espectador, como cuando decide encerrar a su hijastra para que no se pruebe el zapato de cristal. A ella le debemos las pocas muestras de expresionismo que salpican una narración que por el contrario no teme jugar con metáforas visuales como la de las pompas de jabón que multiplican la imagen de su protagonista. El punto optimista, anticipado para evitar que nazca el desencanto en los más pequeños, lo pone un hada madrina algo despistada que da pié a la secuencia más poética y romántica de la película, la del baile. Impagable la entrada de Cenicienta, ante la atónita mirada del príncipe y sus soldados, mientras el Duque de manera cínica pone en tela de juicio la existencia del amor romántico.


La cenicienta era la película favorita de Walt Disney por muchos motivos. En ella trabajaron las vacas sagradas de la productora, los llamados “nueve genios” de Disney, formados en diferentes escuelas, que representaban pasado y futuro de la factoría. Era la primera vez que sacaban al mercado discográfico una de sus bandas sonoras, en este caso ideada para tal fin y figurando en el número uno de las listas. Además, pudo fusionar las dos vertientes del cine de animación de la época cumpliendo el sueño del productor, despertar la risa y experimentar con la imagen mientras se aporta credibilidad intelectual al producto final. Todo ello con la inevitable traslación de su principal obsesión, la transformación. Su creador, de orígen humilde, sabía lo que supone alcanzar la grandeza con perseverancia y grandes dosis de creatividad , como sus personajes. Es así como consiguió dar con la fórmula idónea, aquella que convierte los sueños en realidad.

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